Por M. Campos.
Todo camino que nos encontramos en la vida suele mostrarnos desde fuera una cara que no se corresponde con la realidad. Es la forma que le damos con nuestra imaginación, con nuestras expectativas, deseos, miedos... Es por eso que por mucho que uno observe un camino antes de empezar a recorrerlo, nunca podrá conocer cómo es verdaderamente hasta que se decida a dar el primer paso. Tampoco servirá de ayuda la opinión de otras personas, o el relato de sus experiencias por un camino parecido, porque no existen dos caminos iguales ni dos formas iguales de experimentar la caminata.
Existen momentos en la vida... en los que llegamos al final de una travesía, o en los que la ruta que seguimos ya no nos resulta motivadora, pero no siempre nos atrevemos a reconocerlo. Todos tenemos un compañero de viaje, a veces silencioso, y otras muy pesado. Se llama miedo.
El miedo es una gran roca en medio del camino, una piedra en el zapato o una gran carga en la mochila. Es, en cualquier caso, un gran estorbo.
El miedo nos dice que todo va a salir mal, que no merece la pena arriesgarse, que en los caminos que no conocemos hay siempre enormes dragones a la vuelta de la esquina, monstruos muy feos que nos querrán dar un mordisco, brujas horribles que nos regalarán caramelos envenenados. Así nos trata el miedo, como a niños, o mejor dicho, así dejamos que nos trate.
El miedo sólo puede manipularnos y complicar nuestra existencia. Nos predispone a pensar que todo es oscuro, y nos impide ver la luz aunque brille frente a nosotros. Estás al borde de un camino maravilloso, te pido que lo tomes, y que lo tomes sin miedo, para ver todos sus colores, para oler todos sus aromas, para sentir todas sus texturas, para escuchar toda su música y saborear con pureza lo dulce y lo amargo. ¿O puedes tú decirme una forma mejor de caminar?
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