Se te ha desgarrado el alma, así, súbitamente. Ha llegado el cuchillo del dolor, y te ha acariciado el corazón con tanta elegancia que casi no has podido creer en la profundidad de tu herida. Tienes el pecho empapado en lágrimas y sangre, hasta el punto de ahogar tu respiración. Te preguntas dónde está el abrazo para esparcir tu dolor, te encoges para abrazarte a ti mismo y descubres que no es suficiente, y que tu cuerpo es demasiado pequeño para albergar tanto vacío. Esperas una mano amiga, un hombro en el que llorar, una simple palabra que siembre un ápice de paz en tu garganta. Pasan los minutos, riéndose de tu suerte, y tú suplicas ya solamente una respuesta, un propósito para tu dolor, una razón para seguir viviendo, para agarrarte a dos manos a la cuerda de la salvación, o dejarte ir para siempre en el torrente de las desgracias.
En momentos como este, recuerda que sólo te tienes a ti mismo, tu niño interior no deja de llorar y estás desconcertado, pero sólo tú puedes calmarle, sólo tú puedes darle ese abrazo que espera desesperado. Entonces, desde tu desgarro, desdóblate y despierta al adulto que ha de ocuparse de ese bebé. Aprende a desdoblarte para convertirte en las dos partes de un abrazo y crear un espacio nuevo para elaborar tu dolor.
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